En 1945, pocos meses antes de llegar a su fin la segunda presidencia del exclente Alfonso López Pumarejo, el embajador de Colombia en México, Jorge Zalamea, entregó la Cruz de Boyacá a don Alfonso Reyes. Aquí reseñamos sus palabras de agradecimiento que publica El Universal, de México, el 25 de julio de 1945.
Excmo. señor Embajador don Jorge Zalamea: Reciba Vuestra Excelencia la expresión de nuestra gratitud más profunda, y dígnese hacerla llegar hasta el Excelentísimo señor don Alfonso López, Presidente de la República de Colombia, procurando—como sin duda sabrá hacerlo un mensajero de tales prendas— que, sin empañarse la objetividad y la tersura impuestas por los cánones oficiales, se deje sentir de alguna manera, y como entre líneas, ese calor de la emoción sin el cual las cosas humanas pierden su necesidad y su justicia.
Un amistoso encargo, que por de contado en la orden más inapelable, me pone en el trance de contestar a Vuestra Excelencia en nombre de los señores generales don Francisco L. Urquizo, don Leobardo C. Ruiz y don Gustavo A. Salinas, a la vez que en mi propio nombre: nuevo consorcio, éste, de las armas y las letras, en que no puedo menos de complacerme y aun sentirme guiado por algún secreto y sabio destino; por la amistad que me une con los tres señores generales; porque nunca en nuestro país fue mejor la armonía entre militares y civiles, ahora que nuestra juventud cruza por el servicio del Estado como una etapa natural de su vida, y porque, además de ser un oficial de los libros, soy hijo de un guerrero.
Pero este paso honroso me obliga, sin remedio, a sumergir en mi propia confusión, oscureciéndola con ella, la gallarda personalidad de estos militares y estadistas, a quienes —sin salirme del pacto— no podría yo elogiar aquí como quisiera, ni felicitar a mi turno.
Se, en cambio, que los interpreto cabalmente, al asegurar que nuestra gratitud se acrecienta por el hecho de haberse escogido el aniversario nacional de Colombia para entregarnos las insignias de la Orden de Boyacá, cuyo solo nombre es grito de victoria, y evoca nuestras bregas comunes y nuestras comunes esperanzas.
Tenemos que dejar de lado las gentiles palabras con que el señor Embajador nos acoge, y disimular con el silencio todo ese rumor de alma que se precipita a nuestros labios, sin hallar la palabra justa. Porque tampoco estaría bien que nos detuviéramos demasiado en hablar de nosotros mismos, con pretexto de rectificar favores sin duda desmedidos; y porque estas deudas, en suma —al fin engendradas por la generosidad y la nobleza del otorgante—, ni se cementan ni se pagan.
A ver cómo se las arregla este caballero de las letras y del pensamiento americanos, a quien seguimos con admiración y de sorpresa en sorpresa desde sus primeras hazañas en la pluma; este claro e intachable amigo, que por suerte ostenta entre nosotros la representación del país hermano, para que la opinión y el Gobierno de Colombia adviertan que los ahora agraciados con las insignias de la Orden de Boyacá no nos engañamos sobre la intención de esta honra inapreciable: —Servimos come memos intermediarios para que se manifieste la amistad entre dos pueblos y dos Gobiernos. Nada más: nada menos.
Cada vez nos despersonaliza más el imperativo de los deberes sociales. Siempre fue de rigor devolver a la sociedad lo que cada uno le debe. Mucho más en estos días aciagos. Nuestra vida ya no tiene más fin que ofrecer los hombros, para que salte a escalar el eterno muro otra generación a la que deseamos mejor ventura. Desaparecemos en la base de los empeños colectivos. Valemos y somos cuanto valga nuestra voluntad de integrarnos con los nuestros, absorbidos el el seno de las naciones. Y vamos, de paso, arrastrados por el gran viento histórico.
Colombia, en la constelación de las naciones americanas, ofrece una fisonomía inconfundible y, digámoslo de una vez, digna de envidia. Nunca más palpable esa posibilidad de reducir a virtud, razón e inteligencia los ímpetus juveniles y algo desordenados que, a veces, imprimen en la fisonomía de nuestros pueblos una gesticulación ingrata y excesiva. Nunca más celosamente preservada aquella vieja tradición de cortesía que, desde la hora en que Hispanoamérica pudo dejar oír su voz entre el coro de las voces de Europa, la distinguió como un carácter propio y acaso como una promesa: la promesa que América ha significado siempre para el día en que se cese el mundo.
En la mitología del Continente —en decir: en esos trasfondos de conciencia donde precipitan, ya depuradas y acendradas, las imágenes definitivas—, Colombia ha ocupado el lugar de una Atenas americana. Y aun se han dado instantes preciosos, de exquisita irrealidad —diríamos—, en que las ásperas luchas cívicas, donde hasta un poco de grosería se usa y se perdona, asumieran, allá, el aire de aquel inacabable diálogo, entablado desde que nació la palabra, entre la Gramática y la Poesía.
Para Colombia sean, pues, nuestra gratitud y nuestros votos fervientes. Y, señor Embajador, sépase y entiéndase que aquella nación—hermana mayor por la discreción y el civismo—no arroja en tierra estéril estas semillas de su generosidad. Si ya sólo como mexicanos nos cumplía amar a Colombia, ahora doblemente nos compete como señalados por el fuego de su simpatía. El amor y el entendimiento de Colombia, nosotros los atizaremos gustosamente: en la medida de su insigne acción, mis amigos, yo en mis “oscuras soledades”, de que hablaba el poeta. Nosotros lo transmitiremos a nuestros hijos, a nuestros hijos de la carne y a nuestros hijos del espíritu.
México, 20-VII-1945.